El cubano, como pueblo oriundo del mar y de cruce de caminos, conformó una religiosidad porosa y en extremo permeable que le hizo clasificar a los inmigrantes, ignorando cualquier filiación religiosa, sólo por su procedencia geográfica, desmarcándose ostensiblemente de los patrones imperantes en buena parte del mundo.
El gobierno interventor norteamericano, al favorecer la expansión ideológica del protestantismo a la par de sus inversiones en la isla, rompió el monopolio de la Iglesia romana sobre los enterramientos y brindó el marco legal para que grupos no-católicos erigieran sus cementerios, mientras que la Constitución de 1901, resumiendo las aspiraciones de nuestros libertadores, mayormente liberales y masones, separó definitivamente Iglesia y Estado. Ambas acciones propiciaron la fundación en 1906 del primer cementerio hebreo en Cuba.
Morir en un país distinto enfrentó a chinos y africanos a la otredad, realidad ajena a los judíos acostumbrados siempre a ser los otros. La expresión religiosa que cada forzado inmigrante trajo, junto a su mundo roto, se insertaría en la textura fragmentaria de nuestra cultura, con sus constantes aperturas, discontinuidades y emergencias, creando complejos procesos de hibridación y transacciones interculturales. En resonancia con esa contagiosa e “insoportable levedad del ser” cubano, aunque los chinos construyeran su cementerio, el componente étnico terminaría imponiéndose sobre el confesional. De ahí que, en stricto sensu, sólo encontremos dos religiones individualizadas en la muerte, judaísmo y cristianismo.
A partir de un diálogo transdisciplinario entre el cementerio como heterotopía, la ciudad y la sociedad en que está enclavado, pretendemos analizar 1) la sui generis escatología y ontología de la muerte entre los cubanos vis a vis cada uno de estos grupos y 2) las inusitadas convergencias e intersecciones de los rituales funerarios e ideologemas cristianos, chinos, de origen africano e islámicos -de reciente incorporación en nuestro mosaico religioso- con los judíos.